viernes, 20 de febrero de 2009

FCF: Amenaza Inminente (V)

Ahora que la asignatura Física en la Ciencia Ficción está terminada (y por cierto, aprobada), no quiero alargar mucho más tiempo el colgar los fragmentos del relato. Así que este quinto es el último, tal vez el más largo por ese motivo. Espero que no os haya aburrido mucho o, mejor aún, que os haya entretenido aunque sea un poco :P. Sin más dilación, doy paso a la quinta parte.

Amenaza Inminente. Parte IV


Nadie antes había estado tan lejos de la Tierra como lo estaban ahora Brian y sus hombres. Los pilotos, mientras se encaminaban hacia su objetivo, se maravillaron con la inmensidad del espacio, antes visto sólo a través de pequeñas escotillas. Los amplios cristales blindados de las Tzar otorgaban un espectáculo magnífico que, lamentablemente, pronto se vería teñido de miles de gigantescas explosiones y cantidades ingentes de fragmentos del meteoro. O, al menos, ese era el plan.

Brian ordenó a las Tzar IV, V y VI situarse a la derecha de la roca; las VII (la del rencoroso Barry), VIII y IX estarían a la izquierda, mientras que las X, XI y XII atacarían a la parte superior del meteoro. Brian debía confirmar la buena posición de las nueve naves, así que se separó junto con sus hombre a una distancia prudencial, y ordenó comenzar el ataque. Las bombas Atila caían desde las naves produciendo unas espectaculares explosiones a causa de los distintos gases que estaban en la superficie y grietas de la roca. Por ahora, el plan estaba saliendo bien. Las Atila parecían estar haciendo su trabajo, mermando a la roca lenta pero efectivamente, como si de una guerrilla de desgaste se tratase. Ordenó a las Tzar II y III que le siguiesen hacia la cola del meteoro, pero antes de terminar de hablar, decenas de rocas del tamaño de pelotas de baloncesto salieron disparadas desde la cola hacia las Tzar del lado derecho, dirigiéndose hacia las tres naves a gran velocidad. No pudieron esquivarlas todas, tras cinco segundos haciendo maniobras para pasar entre las rocas, las tres habían sido impactadas y explotaron, callando así los gritos de los histéricos pilotos que llegaban a través de la radio de las Tzar. Tres luces se apagaron en el cuadro de mando de la nave de Brian, indicando que había perdido el contacto con ellas, ya nada podía hacerse por ellos, todo había sido muy rápido.

Una nueva oleada de rocas salió en dirección a las naves de la parte superior. Dos de los pilotos, ya en guardia, lograron esquivar las rocas y se dirigieron hacia Brian acatando una orden de su comandante. El tercero no pudo lograrlo. Ya habían perdido a cuatro hombres, pero no había tiempo para lamentos, porque una tercera lluvia de rocas se dirigía hacia las cinco naves estacionadas lejos del meteoro, esta vez más numerosa y mortal. Brian esquivó como pudo las rocas, y se dirigió junto al grupo de Barry que miraba la escena atónito. La Tzar III maniobró mal y se estrelló contra la Tzar X, matando a los dos tripulantes en una sorda y breve bola de fuego. Brian, con la mitad de sus hombres caídos, se había quedado en blanco. Pero un grito de Barry a través de la radio le despertó de su pesadilla y le puso de nuevo en guardia. Nadie se explicaba cómo era posible que esas pequeñas rocas tuviesen una dirección tan específica: ellos. Era demasiada casualidad. Brian y sus cinco hombres decidieron ir a investigar la cola del meteoro, para intentar averiguar qué pasaba allí detrás. Pero una nueva ráfaga de rocas salió disparada hacia ellos, y esta vez no parecía terminar. Las naves, volando a una distancia prudencial entre sí, pudieron esquivar todas las rocas. Seguramente fueron esos ataques los que acabaron con las cuatro anteriores expediciones.

Cuando se acercaron lo suficiente a la cola del meteoro, los pilotos se quedaron atónitos con lo que estaban viendo: estaba vivo. Una enorme masa carnosa estaba oculta dentro de la roca estelar, que ahora más bien parecía la coraza de esa cosa que un meteorito cualquiera. Y el alienígena se veía altamente molesto con los ataques que estaban haciendo contra su defensa natural. Era el primer avistamiento de un ser vivo no terrestre que un ser humano hacía, o al menos que Brian supiese. Descubrieron que esa cosa era la que les estaba lanzando las pequeñas piedras que les estaba matando poco a poco, pero al estar tan cerca no a todo el mundo le dio tiempo a esquivarlas: tres Tzar más habían caído, y ya sólo Barry y la Tzar VIII acompañaban a Brian con vida. Fue entonces cuando Barry habló por la radio:

– Greed, será mejor que vuelvas a la Scorpion e informes al mundo de lo que está pasando. Yo
entretendré a esta cosa para que puedas alejarte del peligro.
– ¡Pero Barry, eso es un suicidio, no sobrevivirás! – le respondió Brian.
– Vamos Greed, tú y yo sabemos que soy mejor piloto que tú, y que no aguantarías ni dos segundos enfrentándote a esto. Hawkins – dijo al piloto de la Tzar VIII –, tú decides si quedarte conmigo o huir con Greed.
– Me quedaré, Brian necesita todo el tiempo que seamos capaces de darle – dijo Hawkins.
– De acuerdo entonces. Greed, será mejor que huyas antes de que sea demasiado tarde.
– ¡Barry, no tienes que demostrarle nada a nadie, vayámonos todos a la Scorpion!
– Cállate y lárgate. Si no me quedo moriremos los tres intentando huir – respondió Barry.
– Maldito “héroe”... – se quedó callado unos segundos, pensativo –. De acuerdo, me iré. Le diré a todo el mundo lo que habéis hecho aquí arriba, y seréis leyenda.
– ¡Déjate de mariconadas y vete ya!

Acto seguido, Barry se lanzó en dirección al alienígena, que no paraba de escupirle rocas, seguido por Hawkins en su Tzar VIII. Brian no quiso que sus compañeros muriesen en vano, así que aprovechó cada segundo que le dieron para huir hacia la Scorpion a la máxima velocidad, sin mirar atrás. Jamás hubiese pensado que Barry se sacrificaría por nadie, y mucho menos por él. Pero estaba claro que lo había juzgado mal.

Ya en la Scorpion, le dijo al piloto que le pusiese en su pantalla al Gobernador Doyle, cabeza de toda la logística de la misión, que no había tiempo para explicaciones. El piloto rechistó pero finalmente intentó realizar la comunicación. Mientras Brian le iba contando todo lo sucedido, la cara del Gobernador se tiznaba de una preocupación que no era capaz de ocultar en su siempre inexpresivo rostro.

– Bien, gracias por la información, señor Greed – le respondió al fin Doyle. Después de todo, resultó tener usted toda la razón.
– ¿Tener la razón en qué, Señor? – dijo Brian, más sorprendido por lo que había oído que intrigado en la respuesta.
– En que vamos a necesitar la cooperación internacional...

FIN


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